Eric Hobsbawm es uno de los grandes historiadores del siglo XX. Sus libros cruzan la historia política con la vida cotidiana: revoluciones, guerras, campesinos, fábricas, bandoleros y también estadios. Esta reseña recorre La invención de la tradición y propone una lectura del fútbol —de los Mundiales a los brazaletes de capitán— como una de esas tradiciones inventadas que sostienen nacionalismos, símbolos y memorias.
Eric Hobsbawm: historia desde abajo
Cuando murió Eric Hobsbawm, el 1 de octubre de 2012, la BBC tituló que su vida era, en cierto sentido, la historia del siglo XX. No era exageración. Hablamos de un historiador que dio una visión de conjunto de los siglos XIX y XX en libros como La era de la revolución 1789-1848, donde recorre las transformaciones abiertas por la Revolución francesa, el despegue industrial británico, la revolución de 1848 y el Manifiesto comunista.
Su mirada no se limita a la “gran política”. En sus libros aparecen el movimiento obrero, las luchas campesinas, las ideas religiosas, la ciencia, las artes y, sobre todo, la vida de quienes rara vez protagonizan los manuales escolares. Karl Marx fue su gran influencia y la historia popular —la historia de la gente común y de los trabajadores— uno de sus intereses permanentes.
De ahí su fascinación por los llamados “bandidos sociales”: esos personajes perseguidos por el Estado, pero convertidos en héroes por las comunidades que los ven como portadores de justicia y redistribución. Son los Robin Hood locales de Italia, América Latina o los Balcanes. En ellos, Hobsbawm detectaba un hilo que unía violencias, resistencias y mitos de distintos países.
Otros títulos suyos lo confirman como un historiador de largo aliento: La era del capital (1975), La era del imperio (1987), Historia del siglo XX (1994), El siglo breve (1996), Sobre la historia (1998) y Guerra y paz en el siglo XXI (2007). En todos aparece una misma preocupación: cómo se construyen los relatos colectivos que nos dicen quiénes somos.
‘La invención de la tradición’: rituales que parecen antiguos
La invención de la tradición reúne siete ensayos y varios autores: además de Hobsbawm, escriben Hugh Trevor-Roper, Prys Morgan, David Cannadine, Bernard S. Cohn y Terence Ranger, coeditor del volumen. El libro nace de una conferencia organizada por la revista histórica Past & Present y se convirtió en un clásico para entender nacionalismos, rituales y símbolos.
Desde la introducción, Hobsbawm lanza la idea central: muchas tradiciones que parecen antiguas son en realidad bastante recientes y, a veces, directamente inventadas. “Tradición inventada” no es un insulto, sino una categoría de trabajo: prácticas de carácter ritual o simbólico, reiteradas en el tiempo y aceptadas explícita o implícitamente, que buscan inculcar valores y normas de conducta apelando a una continuidad con el pasado.
En esa lógica, distingue entre costumbre y tradición. La costumbre es lo que se hace en la práctica; la tradición es la capa de toga, peluca y ceremonia que recubre esa práctica y la vuelve solemne. La invención de tradiciones es, entonces, un proceso de formalización y ritualización: se fijan formas, se repiten gestos, se construye una memoria.
Fútbol y mitologías
Maradona era de octubre
Para Hobsbawm, estas tradiciones inventadas son cruciales para entender esa innovación histórica comparativamente reciente que es “la nación”, con todo lo que arrastra: nacionalismo, Estado-nación, símbolos nacionales, banderas, himnos, fiestas patrias, desfiles militares. El siglo XIX, que tanto estudió, fue el laboratorio donde se diseñaron muchos de esos rituales que hoy parecen “de siempre”.
Hobsbawm y el fútbol: nación, camiseta y comunidad imaginada
Ahí entra el fútbol. Hobsbawm nunca fue un “historiador deportivo” en sentido estricto, pero entendió muy pronto que el balompié se había convertido en un lenguaje político y cultural del siglo XX. En una célebre entrevista concedida en 2006 a la periodista brasileña Verena Glass, en pleno Mundial de Alemania, explicó que la fuerza del torneo está en su capacidad para condensar identidad nacional.
Retomando sus ideas sobre el nacionalismo, Hobsbawm señalaba que la “comunidad imaginada” de millones se vuelve casi tangible cuando se encarna en once jugadores con una camiseta. Personas que viven en Togo o Camerún, decía, toman conciencia de que son ciudadanos de un país concreto cuando ven a su selección en una Copa del Mundo. El fútbol actúa como un espejo donde la nación se reconoce, aunque sólo sea durante un par de semanas.
Hobsbawm entendía el atractivo emocional de ese patriotismo futbolero, pero no compartía ningún tipo de nacionalismo. Le interesaba, más bien, cómo esa emoción se arma con tradiciones inventadas: himnos cantados a capela, banderas cubriendo tribunas, rituales con los escudos antes del partido, coreografías de barras. Nada de eso es “natural”; todo se construye, se codifica, se repite.
El Mundial de Catar 2022 lo demostró de nuevo, aunque Hobsbawm ya no estuviera vivo para verlo. La sede se otorgó en medio de sospechas de corrupción; la organización cargó con las muertes de trabajadores migrantes y con políticas represivas contra mujeres y población LGBTIQ+. Al principio, el ambiente parecía frío: Catar no tenía un pasado futbolero poderoso. Pero a medida que avanzó el torneo, emergió la escenografía habitual: colores nacionales, cánticos, banderas, lágrimas en los himnos. Tradición inventada en tiempo real.
Para el historiador británico, el fútbol británico desde 1863 es un ejemplo perfecto de cómo una práctica deportiva se transforma en tradición nacional a punta de reglas, copas, finales emblemáticas y relatos heroicos. Y cómo, a la vez, esa tradición se exporta, se copia, se adapta y se reinventa en otros lugares.
Globalización, transnacionales y contradicciones del balón
En la misma entrevista, Hobsbawm analizaba el papel de las grandes empresas que rodean el fútbol. No sólo patrocinan jugadores o compran espacios de publicidad: influyen en los horarios, en el formato de las competiciones, en lo que vemos —o dejamos de ver— en pantalla. Recordaba, por ejemplo, cómo la FIFA obligó a la selección holandesa a cambiar de pantalones porque el logo de una cerveza competía con el de Budweiser, patrocinador oficial.
Para Hobsbawm, el fútbol del siglo XXI está incrustado en un “capitalismo mediático global” sin el cual no podría sostenerse como espectáculo planetario. Un puñado de clubes europeos —Manchester United, Real Madrid, Milan y compañía— reclutan jugadores en todos los rincones del mundo, compran barato talento brasileño o argentino y lo revenden más caro, mientras multiplican sus audiencias en Asia, África o América Latina.
La paradoja que subraya el historiador es clara: el atractivo global del fútbol, del que se benefician Nike, Adidas o las grandes cadenas de televisión, se apoya en un núcleo intensamente nacional. La gente se engancha porque juega “su” selección o “su” club histórico. La lógica de la tradición inventada sigue ahí: banderas, escudos, himnos, brazaletes, relatos de orgullo nacional. El Mundial es el ejemplo más visible de esa tensión entre globalización y nacionalismo.
Brazaletes, capitanes y continuidad histórica
Una de las maneras más sugerentes de aplicar a Hobsbawm al fútbol es fijarse en el brazalete de capitán como tradición inventada. Un ensayo sobre la selección alemana lo ha contado como si ese brazalete fuera una especie de bastón de mando: pasa de Fritz Walter a Uwe Seeler, de Franz Beckenbauer a Lothar Matthäus, de ahí a Michael Ballack y a Philipp Lahm.
En esa lectura, el capitán de Alemania es el “mariscal de campo” de cada época, un heredero simbólico de los generales prusianos y de un cierto imaginario de potencia mundial. El detalle interesante, a la manera de Hobsbawm, es que la historia de la selección en los últimos años puede contarse casi sin mencionar a Ballack: su ausencia en Sudáfrica 2010, la irrupción de un grupo joven, la consolidación de otro liderazgo. La tradición —el relato de continuidad— se mantiene, aunque cambien los nombres propios.
Lo importante no es tanto si Joachim Löw hizo bien o mal en dejarlo fuera, sino cómo funciona el dispositivo simbólico: el brazalete, el himno, la caminata del capitán al frente del equipo. Son rituales que dan continuidad a una historia que, en realidad, está llena de rupturas, derrotas y giros inesperados.
Por qué seguir leyendo a Hobsbawm para entender el fútbol
Hobsbawm no escribió una historia del balompié, pero dejó herramientas para pensar el fútbol más allá de marcadores y fichajes. Nos enseñó a mirar los estadios como escenarios donde se cruzan memoria obrera, identidades urbanas, nacionalismos, negocios globales y tradiciones inventadas que parecen “naturales”.
Cuando afirma que la historia de las finales del fútbol británico dice más sobre la cultura urbana de la clase trabajadora que muchas estadísticas oficiales, está invitando a cambiar el foco: del palmarés al contexto, de la leyenda del goleador a la vida de quienes llenan las gradas. Y cuando recuerda que participar en una Copa del Mundo hace que una persona en Togo o Camerún se sienta parte de una comunidad nacional, nos muestra hasta qué punto la pelota es también un artefacto político.
En tiempos de Mundiales en dictaduras blandas o autoritarismos sin disimulo, de clubes convertidos en marcas globales y de hinchadas usadas como mercancía televisiva, volver a Hobsbawm es una forma de desarmar el decorado: preguntarse quién inventó esas tradiciones, quién se beneficia de ellas y qué tipo de comunidad producen.

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