Tras las huellas del mal: desentrañando a ‘Eichmann en Jerusalén’ 

Un análisis de ‘Eichmann en Jerusalén’, de Hannah Arendt. Sus reflexiones sobre el juicio donde revela cuestionamientos sobre la obediencia, la banalidad del mal y la responsabilidad individual en el Holocausto.

Hannah Arendt en Jerusalén, en 1961, durante el juicio. Foto: Corbis.

 

José Ángel Báez A.*

Son varias las inquietudes que deja el libro de Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén, sobre el juicio a Adolf Eichmann, encontrado culpable y condenado a muerte el 1 de junio de 1962 por el genocidio judío durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). El oficial nazi (1906-1962), al que se le atribuyó la organización y ejecución de la ‘Solución final del problema judío’, fue secuestrado, en 1960, por agentes israelíes en Buenos Aires, donde el criminal de guerra buscó refugió tras el conflicto bélico.

El juicio fue registrado por la escritora y filósofa, quien escribía periódicamente para la revista estadounidense New Yorker sobre el proceso. De ahí surge el libro, apuntes de sus observaciones, interpretaciones y reflexiones. La mayoría de ellas de lo que dijo Eichmann durante la causa, celebrada en Jerusalén. «Los únicos responsables son mis jefes, mi única culpa fue mi obediencia», repetiría una y otra vez el perpetrador, que siempre quiso mostrarse como un ejecutor, como un hombre que supo hacer caso.

Análisis de Eichmann en Jerusalén

Una de las preguntas que se hará Arendt es sobre a quién se juzgó: ¿al nazismo, o a un hombre de carne y hueso? Según ella, el acusado no es un monstruo, “sino uno más de tantos burócratas del nazismo, que a fuerza de eficiencia y ubicuidad escalaban en la pirámide del poder estatal alemán”. Al profundizar en el caso Eichmann, Arendt reflexiona sobre cómo la maquinaria nazi operó como un sistema autoritario y cómo individuos aparentemente normales contribuyeron a su funcionamiento.

Sus apreciaciones son  desde lo moral, filosófico y político. Su insistencia a lo largo del texto es que juzgaban a un funcionario que simplemente cumplía órdenes, que no se le pasaba por la cabeza cuestionar o contradecir a sus superiores. Un hombre que carecía de autocrítica y que sabía que si acataba lo que se le pidiera, tendría el beneplácito de quienes ordenaron toda la operación del exterminio. 

“Los delitos de Eichmann, a saber, que fueron cometidos, y únicamente podían ser cometidos, bajo el imperio de un ordenamiento jurídico criminal y por un Estado criminal”.

Aquí es donde emerge la contribución de la masa conformista, aquellos que, sin especiales motivos de odio o enemistad, se convirtieron en engranajes esenciales de la maquinaria nazi. Paradójicamente, la autora determinó que en los altos mandos nazis no había castigo o represalias contra quienes se oponían a liquidar judíos. Nada más allá de sanciones administrativas.

Arendt recuerda, sin embargo, que el genocidio y las violaciones a los derechos humanos hacían parte del el ordenamiento jurídico del Estado nacionalsocialista alemán, entre 1933 y 1945. Y desobedecer una orden se convertía en una transgresión. “Los delitos de Eichmann, a saber, que fueron cometidos, y únicamente podían ser cometidos, bajo el imperio de un ordenamiento jurídico criminal y por un Estado criminal”, dice la pensadora.

Las reflexiones de Hannah Arendt

Eichmann tuvo varias aseveraciones sobre su responsabilidad en el Holocausto, muchas aún polémicas y que Arendt analiza, como lo han hecho juristas y otros intelectuales. Una de las afirmaciones del coronel de la SS: “Ninguna relación tuve con la matanza de judíos. Jamás di muerte a un judío, ni a persona alguna, judía o no. Jamás he matado a un ser humano. Jamás di órdenes de matar a un judío o a una persona no judía. Arendt agrega que el enjuiciado diría luego “que habría matado a su propio padre, si se lo hubieran ordenado”.

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Eichmann declaró en Jerusalén que jamás sintió animadversión hacia sus víctimas, y que nunca lo ocultó. Y en cuanto al problema de conciencia, su idea del bien o el mal, dijo que se hubiese sentido mal solo si no hubiese cumplido las órdenes de enviar a la muerte a millones de hombres, mujeres y niños, con la mayor diligencia y meticulosidad. Evidentemente, dirá Arendt, resulta difícil creerlo.

La autora considera que el tribunal no comprendió a Eichmann, quien aparentemente no odiaba a los judíos –ella relata episodios de buenas relaciones que tuvo el nazi con algunos de ellos–, y nunca deseó la muerte de un ser humano. Los dirigentes nazis habían abusado de su bondad. Otra de sus apreciaciones: este criminal de guerra no formaba parte del reducido círculo directivo, él era una víctima, como Eichmann dijo: “No soy el monstruo en el que quieren transformarme… soy la víctima de un engaño”.

Pero lo más grave en este caso –escribe Arendt– era saber que no estaban ante un pervertido o un sádico, sino ante una persona terroríficamente normal. 

Adolf Eichmann en pleno juicio. Protagonista del análisis de Eichmann en Jerusalén

 

Los motivos

Y explica: “Desde el punto de vista de nuestras instituciones jurídicas y de nuestros criterios morales, esta normalidad resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas, por cuanto implicaba que este nuevo tipo de delincuente —tal como los acusados y sus defensores dijeron hasta la saciedad en Nuremberg—, comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que realiza actos de maldad”.

También hubo reacciones negativas a que Arendt cuestionara la autoridad que tenía Israel para juzgar al funcionario nazi tal y como lo hizo

Una de las grandes conclusiones de Arendt en el libro, obra que aún es cuestionada y desata polémicas, es que Eichmann carecía de motivos para hacer parte del Holocausto, nada distinto a un ascenso administrativo dentro de la organización. Y esto, según ella, no lo convertía en un criminal. “Eichmann, sencillamente, no supo jamás lo que se hacía”, dice.

Aunque la escritora afirma que Eichmann no era un estúpido, su conducta estaba dominada por la irreflexión, que se asemeja a la estupidez. Esto lo predisponía a convertirse en el mayor criminal de su tiempo.

Arendt clasifica este comportamiento como ‘banalidad’. A pesar de su gravedad, argumenta que incluso podría parecer cómico. Sin embargo, no podemos atribuir a Eichmann una profundidad diabólica, ni tampoco considerarlo normal o común.

Para terminar este análisis de Eichmann en Jerusalén, vale decir que las reacciones frente al libro han sido variadas. La comunidad judía ha rechazado varias afirmaciones de Hannah Arendt. Por ejemplo, la idea de que Eichmann no era un sádico, sino una persona normal, contradice la percepción que tienen las víctimas y sus familiares.

Editor y periodista. En twitter: @joseangelbaez

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