Dos de los títulos más importantes editados en Colombia el año pasado fueron escritos por dos mujeres, que recuerdan y denuncian quiénes mataron a sus papás. Sus relatos son conmovedores. Por la memoria de sus padres.
El encuentro de Helena Urán y Diana López, a través de Zoom.
Mateo Muñoz*
Hay historias que merecen ser contadas, aunque nunca debieron suceder. Muchas no pueden quedar en el olvido.
A este grupo pertenecen las historias de Luis López y Carlos Urán, dos hombres, dos padres que con su muerte marcaron la vida de sus hijas, Diana y Helena.
Los libros Mi vida y el Palacio, de Helena Urán Bidegain, y Lo que no borró el desierto, de Diana López Zuleta, retan al olvido y se rebelan contra el silencio que implícitamente aceptamos como sociedad durante décadas.
Una de estas valientes crónicas invoca a Urán, que salió el 7 de noviembre de 1985 cojeando, en medio de las cenizas, del Palacio de Justicia que había tomado un día antes el grupo guerrillero M-19. Pero fue apresado por miembros del Ejército Nacional, que lo torturaron y asesinaron en el Cantón Norte de Bogotá. Su cuerpo terminó en una morgue.
La otra alude a López, a quien le dispararon en el cuello el 22 de febrero de 1997, con el desierto guajiro como testigo, por orden del entonces alcalde de Barrancas Juan Francisco ‘Kiko’ Gómez, que lo veía como una amenaza para su rampante corrupción.
En noviembre de 1985, Diana era apenas un proyecto, pero Helena tenía 10 años y vivía en el barrio La Macarena, en el centro de la capital. En un hogar que zumbó ante el paso de los tanques cascabel y los camiones atiborrados de soldados, camino al Palacio de Justicia, el 7 de noviembre.
Y 12 años después, cuando Helena ya estaba en Hamburgo (Alemania) —una estación de su peregrinaje tras exiliarse con su familia—, Diana tenía 10 años y abrazaba el féretro de su padre, mientras “Kiko” Gómez se paseaba por el funeral como si la cosa no fuera con él.
«El arte ayuda a transformar el dolor», Diana López
Quienes las condenaron al dolor no pensaron que ellas luego se empecinarían en buscar la verdad y acabar con el silencio alrededor de estos crímenes, llamar por su nombre al horror.
Sería comprensible pensar que sus libros son dos textos cargados de rencor, pero lo admirable es que son relatos de amor, principalmente hacia ellas mismas.
Y como mujeres familiarizadas con el destierro, escribir fue una oportunidad de exiliarse de su propio dolor y con distancia contarse a sí mismas su propia historia, no como un ejercicio descriptivo sino como un intento de comprender y encontrar respuestas a preguntas —que ahora son menos— después de publicar lo ocurrido.
Las reuní a las dos, vía zoom, una desde Alemania y la otra, desde cualquier lugar de Colombia.
El encuentro
Helena Urán Bidegain, autora de ‘Mi vida y el palacio’. Crédito: Archivo particular.
Helena es la primera en llegar, parece que tiene bien arraigada la puntualidad alemana. Cuando aparece Diana, el saludo es entrañable y cargado de admiración mutua. Están ansiosas, más que por hablar, por escucharse.
Helena, académica e hija del magistrado auxiliar del Consejo de Estado Carlos Horacio Urán, dice que su hijo la impulsó a escribir el libro, sin olvidar que su historia no es puramente familiar, pues incumbe a todo el país. Y lo más importante: este episodio se contó siempre como crónica periodística o texto académico, y no en la voz de la persona que lo vivió.
Habla con una serenidad envidiable: “sentí que podía aportarle algo nuevo al relato y acercarlo a la gente. Pero también es una cuestión de dignidad, que no la darán quienes nos victimizaron, nosotros tenemos que apropiarnos de ella y recuperarla”.
Diana, periodista cesarense e hija de Luis López Peralta, exconcejal de Barrancas (La Guajira), escucha con particular atención lo que dice Helena. Casi siempre asiente. Cuando llega su turno le cuesta encasillar su propio libro: puede ser una crónica, pero también una novela. El libro tiene una estructura narrativa cercana a la ficción.
Y no tarda en aclarar que tampoco es un libro propiamente de memoria: “yo no escribí en particular para alguien, quería ir hasta los registros más hondos de esta historia sin contar, desde ningún punto, a diferencia del caso de Helena. Quería explicar no solo lo que pasó con el asesinato de mi padre sino cómo esta historia se entreteje en una época y un territorio sumergidos en la violencia, donde la única opción era callar para sobrevivir”.
Carátula del libro de Diana López Zuleta.
En el transcurso de la conversación aparecen cada vez más recuerdos, tanto así que en un momento parecemos pertenecer los tres a la misma familia. Precisamente, las autoras de dos libros muy bien recibidos por los lectores en 2020, no pueden evitar mencionar a sus allegados.
Por ejemplo, a Ana María Bidegain, la mamá de Helena, le costó aceptar que su hija escribiera el libro. Y en algún momento pidió que no le preguntara más por el caso, que ya era suficiente con revolver el tema como para estar también recordando y recordando. Sin embargo, quedó conmovida al verlo publicado, y decidió que quería regalárselo a todo Uruguay, país al que está unida filialmente.
De sus hermanas, Anahí, Mairée y Xiomara, ninguna le ha dicho una sola palabra. Incluso, confiesa, que una de ellas no ha tenido la fortaleza para leerlo; las otras dos han permanecido en silencio.
«Es una cuestión de dignidad (…) tenemos que apropiarnos de ella y recuperarla», Helena Urán
Si la familia de Helena enmudeció, la de Diana tuvo que hablar con ella muchos años después de un radical distanciamiento. La periodista contactó a sus hermanas, como no lo hacía desde 2013. A una de ellas, a la que no veía desde el día del juicio a Kiko Gómez, la recuerda por haber callado y no señalar al asesino.
“En el libro no juzgo a mi familia, pero ellos sí me juzgaron a mí un montón”, dice Diana.
Ella no creció con su papá, pero sus hermanas sí y al escribir la historia supo, además de su versión, entenderlas: estaban con Luis López cuando lo mataron y crecieron en el pueblo del asesino. Había un innegable miedo a morir.
Su mamá, Neidy Zuleta, sería fundamental por su muy buena memoria. Lloró mucho cuando Diana le leyó apartes del libro: no conocía todos los detalles del asesinato de su esposo.
En el nombre del padre
Diana López Zuleta, autora del libro ‘Lo que no borró el desierto’. Crédito: Archivo particular.
“Yo me pregunté por qué, de cuatro hermanas, la más silenciosa publicó este relato familiar. Si tuviera la oportunidad de consultarle a mi papá sobre la conveniencia de este libro –asegura Helena Urán–, diría que sí: para saber la verdad, que sepan quién era él y qué fue lo que pasó ahí adentro del Palacio de Justicia. De una u otra manera, sí es un libro para Carlos Urán y para resarcir su memoria”.
Pausa. Un poco de silencio. Helena y Diana piensan ahora en qué tanto son libros dedicados a sus padres, como si fueran cartas enviadas al más allá esperando ser leídas. Lo que para una es un sí sin titubeos, para la otra no tanto.
Diana aclara que no escribió el libro como una dedicatoria para su papá, pero todo el tiempo lo tuvo presente, incluso en varios capítulos sintió que la acompañaba. Un recuerdo emotivo que nos arruga el alma a todos en la charla. Su nostalgia es nuestra.
Quería resarcir su memoria: “porque —explica— entre Helena y yo hay una similitud: su papá era una persona conocida que ostentaba un cargo público y lo quisieron pasar como parte del M-19, y a mi papá también lo acusaron de guerrillero. La estrategia del victimario durante el juicio fue ensuciar su memoria y así justificar su muerte”.
Diana López, con su padre Luis. Crédito: Archivo particular.
Las cifras de las ventas en librerías, y los comentarios que llegan a sus redes, hablan de la buena recepción de sus obras. Generan tal empatía que, por ejemplo, a Helena hace poco una holandesa le envió un mensaje en el que le decía que había leído Mi vida y el palacio: lloraba porque se sentía culpable de su indiferencia frente a lo que pasaba en Colombia.
Igualmente, mensajes de todo el mundo, y de personas diversas, le dicen a Diana que no podían creer la existencia de un señor feudal que, como gobernador y como alcalde, cometió un montón de asesinatos y llegó a decidir quién vivía o moría en La Guajira.
Y estos libros son algo más que denuncia y consuelo. Helena cree que algunas personas han encontrado detalles tan elementales como el valor de la familia o de la amistad incondicional, la necesidad de querer confrontar su pasado, y generar un poco más de empatía. “A través de los libros podemos hacer justicia poética”, dice.
Diana también tiene otra forma de verlo. Su teoría es que la historia de una víctima es la historia de todas las víctimas, que habrá maravillosos libros académicos sobre la violencia, pero para conectar con el público es importante que una víctima narre desde su dolor.
“Hay algo que vi en el libro de Helena y es que las dos publicaciones son cero sensibleras, no hay un tono lastimero. Ninguna está diciendo: ‘mira, pobrecita’ ”, subraya.
«Si tuviera la oportunidad de consultarle a mi papá sobre la conveniencia de este libro, diría que sí: para saber la verdad, que sepan quién era él y qué fue lo que pasó ahí adentro del Palacio de Justicia», Helena Urán
Y a pesar de tratarse de relatos de dolor, no es una conversación que escape a la alegría. Diana y Helena sonríen, bromean en medio de la charla, superamos con jocosidad algunos problemas de conexión. El dolor las abrumó, pero no las venció.
Muchas víctimas en Colombia no han tenido la oportunidad de hacer públicas sus historias de dolor, menos de escribir un libro. Les pregunto a ellas, ¿qué podemos hacer como sociedad civil por las víctimas y por la necesidad de memoria y verdad?
Helena responde: “la sociedad civil debe apoyar para que cada uno exprese lo que siente. Porque es muy difícil hacerlo, es un proceso emocional y psicológico muy, muy, muy fuerte. También hay otros que lo harán, pero nadie está dispuesto a escucharlos; otros están amedrentados”.
Diana dice: “yo sí creo que el arte ayuda a transformar el dolor. Siento que todas las víctimas deben tener la posibilidad de tramitar ese dolor a través de la escritura, la pintura o la música”.
Letras y tragedia
El magistrado Carlos Horacio Urán, padre de Helena Urán Bidegain. Crédito: Archivo particular.
Es curioso percibir cómo, a pesar de ser un encuentro virtual, ambas buscan mirarse a los ojos, escucharse y entenderse tal vez buscando comprender a través de otra historia su propio proceso de dolor y sanación.
Gabriel García Márquez decía que se escribe para explicarse a uno mismo lo que no puede explicar. ¿Qué quisieron explicarse Helena y Diana al escribir estos libros?
Si bien había reflexionado y hablado con su terapeuta, el ponerlo en palabras y ordenar sus emociones hizo que Helena, por ejemplo, empezara a entenderse y entender lo que pasó, a medir la envergadura de la injusticia del caso de su papá, tan horrible que aún no termina. Porque el 6 y 7 de noviembre se sigue repitiendo y se seguirá repitiendo.
Diana continúa encontrando similitudes entre su historia y la de Helena, no por el asesinato de un padre: durante mucho tiempo se silenció lo que ellas sentían. Su duelo apareció durante el juicio y cuando supo cómo había muerto su papá.
“Desde esa época estoy enferma, me desmayo, lo trato no solamente terapéuticamente, sino con medicina. La consecuencia de no haber hecho el duelo a tiempo”, confiesa Diana.
Pero al escribir confrontó sus sombras, había sentimientos y sensaciones que desconocía, que afloraron en el libro, como entender por qué callan y justifican asesinatos en La Guajira.
Ambas, durante la escritura, confirmarían que siempre hubo resistencia a poner lo trágico en palabras, sus mamás se rehusaban hablar del tema, el silencio era generacional. La escritora Laura Restrepo le dijo un día a Helena Urán: “Disculpa a tu mamá, en nuestra época era un pecado hablar de nosotros y de esas cosas”.
Pero siente que se vive otro momento y seguramente las siguientes generaciones empezarán a indagar y querer entender su pasado. Sin embargo, en Colombia muchos no quieren verlo.
La carátula del libro de Helena Urán Bidegain.
Helena vive en Alemania y ha podido ver a su país con otros ojos, saber cosas duras que tal vez en Colombia nunca conocería. Desde allá, hace un paralelo: “los alemanes pueden ser maestros de la memoria, pero no suelen hablar de los nazis, ¿perdón?, ¿los nazis?, ¿quiénes eran los nazis? Toda la sociedad alemana fue cómplice porque apoyaron al Partido Nacionalsocialista o simplemente callaron, cuando sabían que exterminaban personas en las cámaras de gas”.
A propósito de la distancia, Diana pudo enterarse de cosas más graves de lejos que cuando vivía en su tierra. Por su investigación constató cómo el miedo silencia a las personas, pero también la indiferencia ante una tragedia que al final termina siendo la de todos, la de un departamento, la de una región y la de todo un país.
“En el caso de mi papá —dice Diana— hubo mucha gente que estaba del lado del asesino. Hay mucha gente fría que no ve realmente el problema, principalmente aquellos que viven en las ciudades. Tal vez no han sentido la violencia entonces no les importa mientras no los toque”.
«Entre Helena y yo hay una similitud; su papá era una persona conocida que ostentaba un cargo público y lo quisieron pasar como parte del M-19, y a mi papá también lo acusaron de guerrillero», Diana López
Ya se acerca el momento de despedirnos; lo que para mí parece ser un adiós para ellas es un hasta pronto. Y es que seguramente seguirán encontrándose más adelante, así como lo han hecho en el pasado, para entrevistarse, para conversar, para leerse, admirarse y, tal vez, escribir juntas.
Helena, antes de irse, quiere decir que cuando leyó la historia de Diana sintió felicidad y tranquilidad al saber que otra persona también buscó la verdad. Y agrega: “me sentí acompañada en mi propia soledad y dolor. Siento una gran admiración al ser tan joven y, además, me encanta que sea mujer”
Se siente como si cada una estuviera hablando con su escritora favorita, que la encontraron de repente en la calle. La espontaneidad y amor de sus palabras reemplaza al abrazo que, por ahora, no pueden darse.
“Debería ser un libro de obligada lectura en escuelas públicas. Incomoda porque es una verdad que han querido silenciar desde el gobierno”, dice Diana sobre Mi vida y el Palacio.
Terminamos la llamada. Más allá de la satisfacción por haber hecho parte de una charla memorable, me embarga una sensación de vacío y orfandad. Pero ni remotamente comparado a lo que ellas sintieron cuando mataron a sus padres.
*Politólogo y periodista. En Twitter: @AMMunoz01A
Nota: Mi vida y el Palacio, de Helena Urán Bidegain, y Lo que no borró el desierto, de Diana López Zuleta, ambos de editorial Planeta, están disponibles en las principales librerías del país.
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